Sobre el asco:
Llueve, me
horrorizo. Sigue lloviendo. Se trata de mi primer encuentro con un sentimiento
tan asqueroso, demente y hermoso al mismo tiempo, suficiente como para revolver
el ácido en mi interior y transformarlo en terror, junto a una calurosa
desesperación de no querer creer en ello. Cierro mis ojos, depositando todo mi
peso en la punta de mis pies, arrodillándome frente a algo que mis ojos no ven,
y aún así, no desaparece. Sin darme cuenta, mantengo la respiración un par de
segundos. Abro los ojos. Mis manos permanecen en la misma posición sobre mis
rodillas; pesadas, frías e inmóviles, torpes. Me levanto y comienzo a recordar
lo que acababa de ver, meditando lo que aún estaba sucediendo, como si fuese
una memoria ligada a mí desde siempre. Nunca sentí tanto líquido fluyendo por
mi cuerpo. La sangre galopaba ferozmente por mis venas, inundando los rincones
más oscuros de mi ser, y yo sabía que estaba allí. El ácido en mi estómago
seguía batiéndose a duelo contra mi voluntad por mantenerlo en su lugar. Por
otra parte, el sudor abatía cada uno de los poros en mi piel, abriendo un
camino hacia el exterior, serpenteando sobre mi rostro. Inexplicablemente, mis
lágrimas fueron contenidas sin yo saber el por qué, estaban encerradas en la
misma expresión tormentosa que me embriagaba. Mis manos jamás se movieron, aún
estaban frías y pesadas. Trate de comprender y enlazar todas las escenas que
estaban ocurriendo en mi cabeza, mas no logré rescatar más que asco; de la
situación, de algo más allá de la misma humanidad. Evité mirar nuevamente, pero
no pude contenerme. Mis ojos, perplejos, se clavaron durante un tiempo en aquel
paisaje desenfocado, descubrí algo más asqueroso aún, las náuseas de la
costumbre, náuseas de una veloz adaptación en mí, que me impedían volver a
mirar con los mismos ojos lo que me había horrorizado minutos antes. El pánico
se desvanecía brutalmente hacia algún lugar inalcanzable, y yo, anatematizándome por estar
en medio de un vacío emocional en frente de algo que debía aborrecer, lloré.
Fue entonces cuando una engañosa aceptación germinó en donde anteriormente hubo
repulsión. Desee con todas mis fuerzas volver a sentir repugnancia, desee
sentirme ahogado por ese mar de asco que me arrebató la compostura. Sabía que
la situación merecía todo mi rechazo, mucho más que una inminente indiferencia.
Al advertir que no podía confiar en mis propios ojos, ni siquiera en mi
condescendiente imaginación, una terrible impotencia se apropió de mí.
Perdiendo su vigor; toda la sangre que corría por mis venas se calmó, el sudor
se esfumo, y las lágrimas cesaron. Mis pesadas manos recobraron su vehemencia,
recogiéndose sobre sí mismas, apretando con fuerza y exprimiendo el aire entre
ellas, como si éste fuera una razón maldita, culpable de mi antipatía y ágil
tolerancia a la inmundicia. Las detuve para centrarme en analizar los
verdaderos sentimientos que pasaban a través de mí, pudiendo de esa forma,
visualizar sólo una inestable corriente de sensaciones, continuamente
transmutando. Absorto en aquella introspección distinguí como se esclarecía la
escena enfrente de mí. Majestuoso —concluí—, contemplando aquella visión, ahora
acogedora. Y, admirando el campo completo de curvas, cada detalle finalmente
germinado en mi percepción, una temblorosa sonrisa se dibujo en mi rostro. En
aquel momento, una poderosa llama abrasaba mi pecho, nunca me sentí tan
favorecido, completo y perfecto. Sólo ahí pude apreciar lo inapreciable, yo no
era un simple espectador espantado, sino que formaba parte del fatídico espectáculo
del que quise rehusarme a comprender. Durante unos segundos, sentí el vacío de
las náuseas, añoré el melancólico asco que me hizo tan humano, pero todo se
había esfumado, apenas percibía un eco en el brumoso horizonte de mi
conciencia. Para ese entonces la lluvia estaba cesando, todo volvía a su curso.
José Luis Borges G.
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